No es sino a mí mismo a quien crucifico.
1. Cuando realmente hayas entendido esto, y lo mantengas firmemente en tu conciencia, ya no intentarás hacerte daño ni hacer de tu cuerpo un esclavo de la venganza. No te atacarás a ti mismo, y te darás cuenta de que atacar a otro es atacarte a ti mismo. Te liberarás de la demente creencia de que atacando a tu hermano te salvas tú. Y comprenderás que su seguridad es la tuya, y que al sanar él, tú quedas sanado.
2. Tal vez no entiendas en un principio cómo es posible que la misericordia, que es ilimitada y envuelve todas las cosas en su segura protección, pueda hallarse en la idea que hoy practicamos. De hecho, esta idea puede parecerte como una señal de que es imposible eludir el castigo, ya que el ego, ante lo que considera una amenaza, no vacila en citar la verdad para salvaguardar sus mentiras. Es incapaz, no obstante, de entender la verdad que usa de tal manera. Mas tú puedes aprender a detectar estas necias maniobras y negar el significado que parecen tener.
3. De esta manera le enseñas también a tu mente que no eres un ego. Pues las formas con las que el ego procura distorsionar la verdad ya no te seguirán engañando. No creerás que eres un cuerpo que tiene que ser crucificado. Y verás en la idea de hoy la luz de la resurrección, refulgiendo más allá de todos los pensamientos de crucifixión y muerte hasta los de liberación y vida.
4. La idea de hoy es un paso que nos conduce desde el cautiverio al estado de perfecta libertad. Demos este paso hoy, para poder recorrer rápidamente el camino que nos muestra la salvación, dando cada paso en la secuencia señalada, a medida que la mente se va desprendiendo de sus lastres uno por uno. No necesitamos tiempo para esto, sino únicamente estar dispuestos. Pues lo que parece requerir cientos de años puede lograrse fácilmente -por la gracia de Dios- en un solo instante.
5. El pensamiento desesperante y deprimente de que puedes atacar a otros sin que ello te afecte te ha clavado a la cruz. Tal vez pensaste que era tu salvación. Mas sólo representaba la creencia de que el temor a Dios era real. ¿Y qué es esto sino el infierno? ¿Quién que en su corazón no tuviese miedo del infierno podría creer que su Padre es su enemigo mortal, que se encuentra separado de él y a la espera de destruir su vida y obliterarlo del universo?
6. Tal es la forma de locura en la que crees, si aceptas el temible pensamiento de que puedes atacar a otro y quedar tú libre. Hasta que esta forma de locura no cambie, no habrá esperanzas. Hasta que no te des cuenta de que, al menos esto, tiene que ser completamente imposible, ¿cómo podría haber escapatoria? El temor a Dios es real para todo aquel que piensa que ese pensamiento es verdad. Y no percibirá su insensatez, y ni siquiera se dará cuenta de que lo abriga, lo cual le permitiría cuestionarlo.
7. Pero incluso para cuestionarlo, su forma tiene primero que cambiar lo suficiente como para que el miedo a las represalias disminuya y la responsabilidad vuelva en cierta medida a recaer sobre ti. Desde ahí podrás cuando menos considerar si quieres o no seguir adelante por ese doloroso sendero, mientras este cambio no tenga lugar, no podrás percibir que son únicamente tus pensamientos los que te hacen caer, presa del miedo, y que tu liberación depende de ti.
8. Si das este paso hoy, los que siguen te resultarán más fáciles. A partir de aquí avanzaremos rápidamente, pues una vez que entiendas que nada, salvo tus propios pensamientos, te puede hacer daño, el temor a Dios no podrá sino desaparecer. No podrás seguir creyendo entonces que la causa del miedo se encuentra fuera de ti. Y a Dios, a Quien habías pensado desterrar, se le podrá acoger de nuevo en la santa mente que Él nunca abandonó.
9. El himno de la salvación puede ciertamente oírse en la idea que hoy practicamos. Si es únicamente a ti mismo a quien crucificas, no le has hecho nada al mundo y no tienes que temer su venganza ni su persecución. Tampoco es necesario que te escondas lleno de terror del miedo mortal a Dios que la proyección oculta tras de sí. Lo que más pavor te da es la salvación. Eres fuerte, y es fortaleza lo que deseas. Eres libre, y te regocijas de ello. Has procurado ser débil y estar cautivo porque tenías miedo de tu fortaleza y de tu libertad. Sin embargo, tu salvación radica en ellas.
10. Hay un instante en que el terror parece apoderarse de tu mente de tal manera que no parece haber la más mínima esperanza de escape. Cuando te das cuenta, de una vez por todas, de que es a ti mismo a quien temes, la mente se percibe a sí misma dividida. Esto se había mantenido oculto mientras creías que el ataque podía lanzarse fuera de ti y que éste podía devolvérsete desde afuera. Parecía ser un enemigo externo al que tenías que temer. Y de esta manera, un dios externo a ti se convirtió en tu enemigo mortal y en la fuente del miedo.
11. Y ahora, por un instante, percibes dentro de ti a un asesino que ansía tu muerte y que está comprometido a maquinar castigos contra ti hasta el momento en que por fin pueda acabar contigo. No obstante, en ese mismo instante es el momento en que llega la salvación. Pues el temor a Dios ha desaparecido. Y puedes apelar a Él para que te salve de las ilusiones por medio de Su Amor, llamándolo Padre y, a ti mismo, Su Hijo. Reza para que este instante llegue pronto, hoy mismo. Aléjate del miedo y dirígete al amor.
12. No hay un solo Pensamiento de Dios que no vaya contigo para ayudarte a alcanzar ese instante e ir más allá de él prontamente, con certeza y para siempre. Cuando el temor a Dios desaparece, no queda obstáculo alguno entre la santa paz de Dios y tú. ¡Cuán benévola y misericordiosa es la idea que hoy practicamos! Acógela gustosamente, como debieras, pues es tu liberación. Es a ti a quien tu mente trata de crucificar. Mas tu redención también procederá de ti.
Audio texto Lección 196 Maya Lacuara
Material de apoyo por Jorge Pellicer Lección 196
Ayuda para las lección 196 de Robert Perry y Allen Watson
No es sino a mí mismo a quien crucifico.
Propósito:
Dar este paso en el camino de la salvación, para que de aquí en adelante puedas avanzar rápidamente y con facilidad. Abandonar la creencia de que hay un enemigo afuera al que temer. Esto te liberará de tu miedo a Dios y podrás darle la bienvenida en tu mente.
Tiempo de quietud por la mañana/ noche: Por lo menos cinco minutos; lo ideal es treinta minutos o más.
Recordatorios cada hora: Uno o dos minutos, a la hora en punto, (menos si las circunstancias no lo permiten).
Utiliza la lección: “Es únicamente a mí mismo a quien crucifico”, para perdonar todos los acontecimientos de la hora anterior. No dejes que nada arroje su sombra sobre la hora que empieza. De este modo sueltas las cadenas del tiempo y permaneces libre mientras continúas en el tiempo.
Utiliza la lección: “Es únicamente a mí mismo a quien crucifico”, para perdonar todos los acontecimientos de la hora anterior. No dejes que nada arroje su sombra sobre la hora que empieza. De este modo sueltas las cadenas del tiempo y permaneces libre mientras continúas en el tiempo.
Respuesta a la tentación: Repite la idea siempre que te sientas tentado a creer que puedes atacar a otro y así escaparte tú del ataque.
Comentario
Ésta es una reafirmación de una de las lecciones fundamentales del Curso, el primer paso del perdón en otra forma: tomar el problema de fuera de nosotros, retirar la proyección, y ver que “soy yo quien me estoy haciendo esto a mí mismo”.
Al ego le gusta utilizar mal esta idea para castigarnos. El ego nos hace creer que por naturaleza somos auto-destructivos (que nos atacamos a nosotros mismos). La verdad es que, hacemos cosas que nos perjudican pero tenemos elección en ello. No tenemos que hacerlas, y en verdad no es nuestra voluntad hacerlas. No somos demonios, somos el santo Hijo de Dios.
El obstáculo a la consciencia de nuestro Ser al que esta lección va dirigido es nuestra creencia de que hemos dañado o “crucificado” al mundo. Es la creencia de que nos hemos convertido a nosotros mismos en monstruos que no merecen confianza, listos para atacar sin provocación, para herir y matar.
El Curso llama a la aceptación de la idea de hoy (que sea cual sea la forma en que crucificamos a otro, es a nosotros mismos a quien crucificamos) “un paso que nos conduce desde el cautiverio al estado de perfecta libertad” (4:1). Nos ruega que demos “cada paso en la secuencia señalada” (4:2), es decir, que no nos saltemos ningún paso. La idea de hoy es un paso que consiste en diferenciar el Ser del cuerpo y del ego:
De esta manera le enseñas también a tu mente que no eres un ego… No creerás que eres un cuerpo que tiene que ser crucificado. (3:1-3)
Debido a que creemos que nos convertimos a nosotros en un ego, creemos que somos culpables. Puesto que creemos en la culpa, hicimos al cuerpo para que sufra el castigo. Reconocer que somos los que nos estamos imponiendo el castigo a nosotros mismos, es el primer paso para liberarnos de todo el lío. Para reconocer que somos los que nos estamos imponiendo el castigo, tenemos que dejar a un lado el cuerpo y el ego, y hacernos conscientes de una parte mucho mayor de nosotros mismos. De este modo nos damos cuenta de que el Ser es algo distinto del cuerpo o del ego, algo mucho más grande que ellos. Este algo más grande incluye también a mis hermanos. Todos somos parte de ese Ser. Los “otros” a los que creía herir son realmente parte de mi Ser.
La lección dice que si creo que puedo “atacar a otro y quedar tú libre” (6:1), estoy actuando desde un miedo escondido a Dios, desde la creencia de que Dios es otra cosa, un enemigo que espera para destruirme. Mi relación con los que me rodean siempre refleja la creencia inconsciente que yo tengo acerca de mi relación con Dios, la relación final de la Unidad y la Plenitud. “El temor a Dios es real para todo aquel que piensa que ese pensamiento (que yo puedo atacar a otro y quedar libre) es verdad” (6:4). Si yo puedo atacar a otro y quedar libre, también lo puede hacer Dios. Por lo tanto, hay que temer a Dios.
El párrafo 7 es muy importante para mí. Dice que el pensamiento de que yo puedo atacar a otro y quedar libre tiene que cambiar de forma, antes de que yo pueda poner en duda esa idea, al menos hasta el punto en el que yo pueda dejar de tener miedo de la venganza y empezar a hacerme responsable, empezar a darme cuenta de que “son únicamente tus pensamientos los que te hacen caer, presa del miedo, y que tu liberación depende de ti” (7:3). Si empiezo a darme cuenta de que no estoy atacando a otros sino atacándome a mí mismo, puedo dejar de temer la venganza de esos “otros” a los que pensaba que estaba atacando. Antes de que este pensamiento cambie, tengo miedo de los otros; después de que cambia, me doy cuenta de que mi miedo procede de mis propios pensamientos. Si esto es verdad, tengo el poder de cambiar esos pensamientos.
Según la lección, me parece que el punto decisivo, el punto en el que el miedo empieza a terminarse se encuentra en 9:2: “Si es únicamente a ti mismo a quien crucificas, no le has hecho nada al mundo y no tienes que temer su venganza ni su persecución”. Liberarse del miedo a la venganza del mundo es el comienzo de liberarse del miedo a Dios, que es cuando “a Dios… se le podrá acoger de nuevo en la santa mente que Él nunca abandonó” (8:5).
¡Tenía miedo de mi propia fuerza y libertad porque creía que yo era peligroso! Creía que era una amenaza para el mundo, creía que le había hecho daño. No es de extrañar que no quiera ser fuerte y libre. Si lo fuera, podría destruir el universo. Pensaba que podía atacar y dañar las cosas hasta el punto en que el universo se volvería con furia y me barrería de la faz de la tierra. De hecho, durante todo el tiempo, he creído que esto describe las cosas tal como están, y por esa razón he tenido miedo tanto del mundo como de Dios.
El Curso parece decir aquí que nuestro miedo inconsciente de nosotros mismos, escondido porque proyectamos la causa sobre cosas externas, tiene que hacerse consciente, al menos por un corto pero aterrador momento. “Cuando te das cuenta, de una vez por todas, de que es a ti mismo a quien temes, la mente se percibe a sí misma dividida” (10:2). “Y ahora, por un instante, percibes dentro de ti a un asesino que ansía tu muerte y que está comprometido a maquinar castigos contra ti hasta el momento en que por fin pueda acabar contigo” (11:1).
Esto parece un momento terrible, ¿por qué vamos a buscarlo voluntariamente? “No obstante, en ese mismo instante es el momento en que llega la salvación” (11:2). Ahora, viendo el enemigo dentro de nuestra mente en lugar de fuera, ya no tenemos motivos para temer a Dios. El reconocimiento de nuestra propia terrible responsabilidad nos hace darnos cuenta de que no ha sido Dios Quien nos ha estado castigando, hemos sido nosotros mismos. Dejamos de proyectar nuestros propios sueños de venganza sobre Dios. “Y puedes apelar a Él para que te salve de las ilusiones por medio de Su Amor, llamándolo Padre y, a ti mismo, Su Hijo” (11:4).

